La propuesta enfrenta la desconfianza en países emergentes, el rechazo de naciones con baja fiscalidad y la incertidumbre en el Congreso estadounidense.
El camino hacia la adopción definitiva de un impuesto mundial a las multinacionales es largo, aunque el impulso de las grandes economías podría ser decisivo.
Tras años de infructuosas negociaciones, los miembros del G7 --Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá-- aprobaron el sábado 05 de junio en Londres una reforma que hasta hace poco parecía una quimera.
La medida se basa en dos pilares: un reparto justo entre los países de los ingresos fiscales de las 100 empresas más rentables del mundo, entre ellas los gigantes tecnológicos, y un impuesto mundial de sociedades de al menos 15%.
”Es un primer paso muy importante, pero todavía queda trabajo para alcanzar un acuerdo en el G20″, previsto del 9 al 10 de julio en Venecia, y “reunir la mayoría de 139 países que negocian” bajo la égida de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), según una fuente próxima de las discusiones.
”Una negociación tan complicada, con tantas partes implicadas, solo puede concluirse si hay un efecto de arrastre”, estima Sébastien Jean, director del Centro de Estudios Prospectivos y de Informaciones Internacionales (Cepii).
La administración estadounidense de Joe Biden, que busca recursos para financiar su enorme plan de recuperación, dio así un impulso decisivo, agrega.
Hay una “masa crítica” de países comprometidos con el proceso y “una voluntad de éxito que nos hace ser bastante optimistas”, coincide Nicolas Véron, economista de los institutos Peterson y Bruegel, que se congratula del impulso tras años de dejadez.
Hasta ahora, un Estado que decidía endurecer su fiscalidad corría el riesgo de que las empresas se marcharan, pero “a partir del momento en el que una masa crítica de países lo hace, la lógica se invierte”, apunta Jean.
Sin embargo, “todavía no se resolvió ninguno de los detalles divisivos, ya sea el tipo exacto, la base imponible, los umbrales de imposición o cómo garantizar su aplicación efectiva”, según Simon MacAdam, experto de Capital Economics.
En su opinión, la reforma propuesta tendrá consecuencias financieras “más bien limitadas”, pero confirma “el bienvenido regreso del multilateralismo”, al menos entre las grandes economías mundiales.
Paschal Donohoe, el ministro irlandés de Finanzas, ya advirtió que “cualquier acuerdo deberá satisfacer a los pequeños y a los grandes países, desarrollados y emergentes”.
Irlanda es la principal sede de las multinacionales en Europa por su teórico impuesto de sociedades del 12,5%.Europa está dividida. Por un lado, están los países que buscan financiar sus planes de recuperación poscovid y están dispuestos a actuar contra la optimización fiscal: Alemania, Francia, Italia, España e incluso Holanda.
Del otro lado se encuentran aquellos que basaron su modelo económico en una fiscalidad atractiva: Irlanda, Hungría, Bulgaria, Chipre, Malta o Luxemburgo.
Fuera de Europa, también se deberá convencer a China, donde la imposición nominal de los beneficios de las empresas es del 25%, aunque en algunos sectores innovadores puede descender al 15%.
El ministro francés de Economía, Bruno Le Maire, espera un “combate difícil” en el G20 para convencer a Pekín.Según una fuente conocedora de las negociaciones, “será muy difícil ir más allá del 15% si se quiere el acuerdo de China”, que teme que otras jurisdicciones “capturen” la diferencia entre el tipo nacional y el mundial.
Otra de las incertidumbres es el Congreso de Estados Unidos, donde el demócrata Biden no tiene el campo despejado. Dos influyentes legisladores republicanos, Kevin Brady y Mike Crapo, ya criticaron un acuerdo que puede “dañar a las empresas” de su país.
Según las primeras estimaciones, la mitad del centenar de multinacionales afectadas por el “pilar 1” de la reforma son estadounidenses.